No me gusta septiembre pero me gusta otoño

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No me gusta septiembre pero me gusta otoño. No me gusta como acaban las palabras septiembre, octubre, noviembre y diciembre. Tanto en francés como en castellano, el “embre” y el “bre” me suenan fatal al oído. Son sonidos feos, aburridos y molestos como una R francesa y asquerosos como un fiambre. Son palabras demasiadas largas y complicadas para acabar el año. Se extienden como salchichas de Frankfurt de plástico y yo prefiero el frescor del melón. Prefiero el color de las vocales musicales de marzo, abril, mayo y junio. Son palabras cortas y felices en el meridiano del calendario, dónde no hay vuelta atrás, dónde quisiera que el tiempo se detenga, en medio de un brote de limonero.

Mi desprecio por septiembre no tiene nada que ver con el síndrome post-vacaciones, el fin del verano y la escasa llegada de la lluvia barcelonesa. Para nada. No me gusta como se llama y punto. Pero me gusta otoño.

De la misma manera que hace unos meses me moría de ganas de andar descalza en los azulejos, me encanta la llegada del otoño para poder tapar de nuevo mi piel, abandonar el verde agua del verano para relucir amarillo mostaza, morado y verde militar. Sentirme otra vez como una chica del Norte, aguantar el viento, la lluvia y el frescor. Leer detrás de una ventana húmeda, remover el azúcar de una infusión y buscar los calcetines escondidos al fondo de la cama.

Otoño empieza por un oh! de alegría y sigue con un tono color bosque, salpicado por una ñ que revolotea como el baile de una hoja. Otoño es como primavera porque me emociona.

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